sábado, 14 de julio de 2012

Un día cualquiera en Dublín

Es sábado. Estás en Dublín. Te levantas por la mañana, ni muy pronto ni muy tarde; te metes en la ducha, sin prisas; pones el agua más caliente de lo habitual, y te tomas tu tiempo; sales de la ducha y te vistes, cuidando un poco más los detalles que habitualmente, pero sin arreglarte demasiado; preparas las últimas cosas y, finalmente, sales de casa.

Vas caminando, ni muy deprisa ni muy despacio, buscando un sitio agradable donde desayunar. Mientras caminas, el viento golpea suavemente tu cara. No hace demasiado frío, pero desde luego no estás pasando calor. Por fin encuentras un sitio que te gusta para desayunar, un sitio al que probablemente no hubieras entrado ningún otro día. Entras. Te sientas, sin ninguna prisa, y pides una taza de leche caliente y una magdalena casera de frambuesa. Algo que nunca desayunarías en casa si te lo planteases. Comes despacio, disfrutando, como si nadie te esperara, ya que nadie te está esperando. Finalmente, pagas y sales del local.

El viento vuelve a golpearte la cara. No miras el reloj, y empiezas a caminar sabiendo a donde te diriges, pero como si no tuvieras un destino fijo. Te fijas en sitios en los que, probablemente, en otras circunstancias no te fijarías. Observas cómo la gente camina, oyes varios idiomas diferentes en una misma calle. No piensas en nada, sólo caminas, respiras, observas.

Finalmente, llegas a tu destino. Sigues caminando por el centro, cada vez con más gente alrededor. Entras en todas las tiendas que quieres, miras lo que estás buscando, pero también miras todo lo demás, lo que te interesa y lo que no, lo que necesitas y lo que no.

Acabas de hacer todas tus compras, acabas de recorrer todas las calles posibles, y caminas hacia casa. Pero no vuelves por donde irías si tuvieras prisa, si tuvieras algo que hacer. Caminas por un sitio diferente. Caminas de una manera diferente. Te paras, miras, observas a tu alrededor. Miras el reloj. Es más tarde de lo que esperabas. En otras circunstancias empezarías a caminar más rápido, pero ahora no lo haces. Sigues caminando como si nadie te estuviera esperando. Nadie te está esperando. Te haces unas fotos en un sitio donde, seguramente, nunca te harías fotos. Ríes. Caminas. Y llegas a casa.

Abres la puerta, dejas las cosas, despacio, sin ninguna prisa. Te cambias de ropa, entras al baño, bebes agua. Es tarde, y no has comido. Ni siquiera has empezado a preparar nada, pero no te importa. No tienes prisa. Entras en la cocina y empiezas a bailar el baile que mejor conoces, en la pista donde mejor te mueves: cueces agua, cortas pescado, enciendes la plancha, echas aceite, calientas el pan, lavas lechuga, cortas fresas, pones la mesa... No miras el reloj. Acabas, y empiezas a comer.

Te has sentado por primera vez desde que has llegado, pero no estás cansado. Comes despacio, saboreando una de las comidas más simples que nunca hayas tomado, pero hoy te parece un manjar. Acabas de comer, y te sientas en el sofá. Ves una película, una película que ya habías visto, pero la vuelves a ver, y te gusta. Realmente te importa poco de qué vaya la película, sólo disfrutas viendo pasar imágenes, oyendo sonidos, voces. Te envuelves con la manta, y dejas pasar el tiempo.

Acaba la película, y empiezas a escribir sobre cómo te ha ido el día. Has hecho muchas cosas pero ninguna de ellas por obligación, y todas ellas con tu hermano.

 Es sábado. Estás en Dublín. Te encantaría que cada día fuera sábado en Dublín.

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